Por Oscar Sarhan
Antes de dejar Zapala, me detuve a comer en uno de esos pequeños restaurantes de la ruta. Ya no era hora para almuerzo pero igual me aventuré y entré.
“Solo quedan empanaditas”, me dijo una chica con una sonrisa tan hermosa que el mostrador fue pista para aterrizar y allí quedarme, antes de emprender el camino a casa.
Las “empanaditas” eran al horno. Doradas. Con repulgue perfecto, trenzas de bailarina de Cosquín. Verdaderos almohadones de jamón y queso. Deliciosas.
En la sala quedaba también un viajante jugando entre dientes con el último palillo. “Buenas Tardes”, nos saludamos.
No música. No televisión. Solo la charla que en un rato armamos estos desconocidos. Pasamos por muchos temas. Coincidimos en gentes que conocíamos. Hablamos con tono cordial. Y nos reímos.
Miré la hora. “Debo irme”, dije. Y me puse de pie.
“Muchas gracias y que tenga buen regreso”, se despidió la chica.
“Hasta algún día”, dijo el viajante, estrechándonos la mano.
No sé si es porque ando “así”, de ala caída, pero al salir, antes de empujar en la puerta la cortina de tiras, me di vuelta para mirar por última vez aquella pared del lugar donde me sentí empanaditamente humano, donde me sentí tan bien.
Gracias vida.
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